Comentarios a la Guerra de las Galias. Libro Uno. Capítulos 21 al 30.

21

Ese mismo día, fue hecho sabedor por exploradores de que los enemigos se habían retirado al pie de un monte a ocho mil pasos de su campamento, y envió (a algunos) para que reconocieran cómo era la naturaleza del monte y cómo sería la subida dando un rodeo.

Después de la media noche a T. Labieno, legado propretor, con dos legiones y sus jefes manda subir hasta la cima del monte para que reconociera el camino y le presentó cuál era su consejo.

Él mismo después de la cuarta vigilia se dirige hacia ellos por el mismo camino que transitaran los enemigos y a toda la caballería envía delante de él. P. Considio, que se tenía por muy diestro en el arte militar y había estado en el ejército de L. Sila y luego en el de M. Craso, es enviado delante con exploradores.

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Al amanecer, como el altísimo monte iba a ser ocupado por Labieno, él mismo de los campamentos enemigos no más mil quinientos pasos distaba y no, como después por parte de los cautivos supo, se conocía la su venida ni la de Labieno, Considio, a galope tendido, se apresura junto a ellos y dice que el monte, que quería ser ocupado por Labieno, se ha ocupado por los enemigos: que esto se sabía por las armas galas y los estandartes.

César conduce a sus tropas hacia una colina vecina y dispone el ejército en formación de batalla. Labieno, como había sido mandado por César no entrar en batalla a menos que las tropas delante cerca de los campamentos de los soldados fueran vistas, para de todas partes al mismo tiempo se atacara a los enemigos, con el monte ocupado esperaba a los nuestros y estaba alejado de la batalla.


Muy avanzado el día, mediante exploradores César supo que no solo el monte se había ocupado por los suyos sino que los Helvecios habían levantado el campamento y que Considio, aterrorizado, informó de lo que no había visto en vez de lo visto.


El mismo día con el intervalo que había acostumbrado sigue a los enemigos y a tres mil pasos de su campamento establece el campamento.

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Al día siguiente, puesto que en total quedaban dos días hasta cuando al ejército el alimento convenía distribuir, y puesto que de Bibracte, la ciudad más grande con mucho de los Heduos y la más rica, no más de dieciocho mil pasos distaba, creyó que debía prestar atención al asunto de la comida. Así, el camino de los Helvecios deja y se apresura a ir a Bibracte. Este asunto por los fugitivos de L. Emilio, decurión de la caballería gala, se comunica a los enemigos.

Los Helvecios, bien porque creían que los romanos se habían alejado de ellos atemorizados porque, ocupados los lugares más altos el día antes, no habían entablado batalla, bien porque confiaban en que podían ser privados de la comida, cambiada la decisión y volviendo sobre sus pasos, empezaron los nuestros a ser perseguidos por la retaguardia y a provocar.


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Después de darse cuenta de esta intención, César condujo a sus tropas a una colina vecina y envió a la caballería para que contuviera el ataque de los enemigos. Mientras tanto, él mismo en medio de la colina puso en formación de tres líneas a cuatro de las legiones de veteranos.

En la cúspide, colocó a las dos legiones que había reclutado en la vecina Galia citerior y a todas las tropas auxiliares, de modo que llenaran de hombres todo el monte encima de ellos. Ordenó que levaran los bagajes y los fardos a un mismo lugar y que él fuera protegido por aquellos que habían constituido la formación superior.

Los Helvecios, persiguiéndolos con todos sus carros, juntaron todos sus bagajes en un mismo lugar; ellos mismos con una formación muy cerrada, después de rechazar a nuestra caballería, tras formar la falange, se acercaron hasta nuestra primera línea de batalla.

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César, tras hacer retirar de la presencia de todos los caballos, primero el suyo, para que igualado peligro para todos desapareciera el deseo de la fuga, animando a los suyos, entabló combate. Los solados, tras lanzar sus lanzas desde el lugar más alto, rompieron fácilmente la falange de enemigos. Y una vez desecha esta, con las espadas desenvainadas, los atacaron.




Los Galos tenían un gran estorbo para el combate, que atravesados y unidos varios escudos de ellos con un mismo golpe de lanzas, como se doblaba el hierro, ni podían sacarlo ni luchar suficientemente cómodos con la izquierda impedida, de manera que muchos, tras agitar el brazo largo tiempo, preferían soltar el escudo de la mano y luchar con el cuerpo al descubierto. Finalmente, fatigados por las heridas comenzaron a retroceder y, puesto que un monte surgía a un espacio de alrededor de una milla, allí se retiraron.

Tomado el monte y acercándose los nuestros, los Boyos y los Tulingos, que cerraban la formación de enemigos con alrededor de quince mil hombres y eran la retaguardia de la defensa, atacando a los nuestros por el camino desde el flanco abierto, comenzaron a cercarlos, y viendo esto, los Helvecios, que se habían retirado al monte, comienzan de nuevo a amenazar y a reintegrarse a la batalla.

Los Romanos atacaron en dos direcciones: la primera y la segunda fila, de modo aguantara a los vencidos y derrotados, la tercera, de modo que sostuviera a los que venían.

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Así, en una batalla de dos frentes, se luchó larga y cruelmente. Cuando no pudieron aguantar el ataque de los nuestros por más tiempo, unos, como ya intentaran, se retiraron al monte, otros se reunieron junto con sus bagajes y carros.

En toda esta batalla, como desde la hora séptima hasta la tarde se había luchado, nadie pudo ver al enemigo que huía. Incluso hasta entrada la noche, junto a sus bagajes, se luchó, puesto que opusieron sus carros a modo de parapeto y, desde un lugar más alto, contra los nuestros que se acercaban, disparaban dardos y no pocos, entre los carros y ruedas, lanzaban lanzas y venablos y herían a los nuestros.

Tras luchar largo tiempo, los nuestros se hicieron con los bagajes y los campamentos. Allí se capturó a la hija de Orgetórix y a uno de sus hijos. A esta batalla sobrevivieron alrededor de ciento treinta mil hombre y durante toda la noche se fueron continuamente, sin interrumpir el camino durante ninguna parte de la noche.

A las fronteras de los Lingones llegaron al cuarto día, puesto que los nuestros no pudieron seguirlos debido tanto a las heridas de los soldados como al entierro de los muertos. César envió cartas y nuevas a los Lingones para que no los ayudaran con alimento o con otra cosa: si alguien los ayudaba, se tendría en el mismo lugar que a los Helvecios. Pasados tres días, con todas sus tropas él mismo comenzó a seguirlos.

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Los Helvecios, llevados por la escasez de todo, enviaron legados junto a él sobre la rendición. Estos, después de que le encontraron en el camino y se postraron a sus pies y le pidieron la paz, llorando, hablando suplicantes, y a ellos en el mismo lugar que estaban él les mandó esperar su llegada, obedecieron.

Después de llegar César allí, pidió rehenes, armas y esclavos que había huido junto a ellos. Mientras se quejaban y se juntaban estas cosas, pasada una noche, alrededor de seis mil hombres del pago que se llamaba Urbígeno, o bien aterrorizados de que entregadas las armas sufrirían un castigo, o bien inducidos por la esperanza de la salvación, ya que creían que podrían ocultar su fuga entre tanta multitud de rendidos su fuga o bien que fuera ignorada por todos, saliendo al anochecer de los campamentos de los Helvecios, se dirigieron hacia el Rin y las frontras de los Germanos.

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Cuando César se enteró, mandó a estos a través de cuyas fronteras habían ido, que los buscaran e los hicieran volver, si querían ser justificarse ante él. Los tuvo entre el número de enemigos al volver, a todos los restantes, entregados rehenes, armas y fugitivos, los acogió en la rendición.

A los Helvecios, los Tulingos y los Latóbriges a sus fronteras, de donde habían venido, los mandó volver, y, puesto que, habiendo echado a perder los productos de la tierra, no había nada en el hogar con lo que soportaran el hambre, a los Alóbroges mandó que les hicieran cantidad de alimento. Les mandó a ellos mismos que restituyeran las ciudades y los pueblos que habían incendiado.

Hizo esto con el mayor interés, porque no quería que ese lugar de donde los Helvecios habían salido quedara vacío, para que no, a causa de la bondad de los campos, los Germanos, que habitan tras el Rin, cruzaran de sus fronteras hacia las fronteras de los Helvecios de su provincia vecina, y fueran vecinos de la provincia de la Galia y de los Alóbroges.

A los Boyos, tras pedirlo los Heduos, puesto que eran conocidos por su egregia virtud, les concedió que se establecieran en sus fronteras; en aquel lugar, a estos les dieron campos a los que después en igual condición de derecho y libertad***.

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En los campamentos de los Helvecios se encuentran registros hechos con caracteres griegos y se llevan a Cesar, en las cuales tablas se había hecho un cálculo nominal de qué cantidad de ellos había salido de casa que podían llevar armas e, igualmente por separado, cuántos niños, ancianos y mujeres había.

De todas estas cosas, el total de personas de los Helvecios era doscientos sesenta y tres mil, de los Tulingos treinta y seis mil, de los Latóbriges catorce mil, de los Rauracos veintidós mil, de los boyos treinta y dos mil; de estos, quienes armas podían había alrededor de noventa y dos mil.

El total de todos estos fue de alrededor de trescientos sesenta y tres mil. Se halló que el número de los que volvieron a casa tras hacer el recuento, como había mandado César, era ciento diez mil.

30

Terminada la guerra contra los Helvecios, legados de casi toda la Galia, los primeros de las ciudades, vinieron para la felicitación de César: creían que, aunque los hubiera castigado con la guerra en vista de las viejas injurias de los Helvecios contra el pueblo Romano, aquel asunto no menos había sucedido por la práctica de la tierra Gala que la del pueblo Romano, ya que los Helvecios habían dejado sus casas tras aquel concilio en favor de intereses más florecientes, para llevar la guerra a toda la Galia y hacerse con el poder, y elegir como domicilio un lugar con gran riqueza de entre toda la Galia, que juzgaran muy oportuno y fructuoso, y tener las ciudades restantes sometidas.

Pidieron que les permitieran celebrar un concilio de toda la Galia en cierto día y que querían hacerlo con la voluntad de César: había ciertas cosas que según común acuerdo de él querían pedir. Permitido este asunto, decidieron un día para el concilio y lo sellaron entre ellos haciendo un juramento para que nadie lo publicara, a menos que le fuera mandado por el concilio común.

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