El último día de Julio César


Cayo Julio César se disponía a abandonar su morada entre las súplicas de su esposa para que se quedara. Ambos habían dormido mal aquella noche y la razón había sido la misma: habían tenido sueños en los que el César moriría. Estos sueños coincidían con los muchos prodigios que se habían sucedido los días anteriores, avisos inconfundibles de que algo inevitable ocurriría, y el arúspice Spurinna había sido quien lo había formulado inequívocamente: el día de los Idus de marzo, algo terrible sucedería.

Julio en un principio no lo había creído. Él no albergaba una confianza seria en lo que ningún adivino de tres al cuarto tuviera que decir, así que no le había dedicado ninguno de sus pensamientos. Pero hoy le preocupaba, cuanto más porque había oído rumores de que una conspiración contra su persona se llevaba tramando durante meses. Dudaba entre si ir al Senado o postergar sus quehaceres hasta la jornada siguiente. Pero como el mismo decía, “Solo se ha de temer al miedo”, así que tomó la resolución final de ir.

De camino al Senado, a tirones lo paró un desconocido, guiado por la fe en la política del dictador romano, y le entregó un documento sellado. Le dijo que era solo para sus ojos y que lo leyera cuando antes, ya que ahí le revelaba un asunto que era de vida o muerte. Sin embargo, el altivo dictador miró a su conciudadano con condescendencia y traspapeló el escrito entre otros documentos que llevaba en su mano.

Con una daga en el pescuezo, a cualquiera se le pasa la chuleria.
Conforme atravesaba las ruidosas y populosas calles de Roma, el dictador fue ganando confianza en sí mismo y en la suerte favorable de su hado. Que un plácido sol le acompañara y le calentara el rostro ayudaba a transmitirle la paz y la tranquilidad que necesitaba. Así, cuando se encontró al reputado arúspice Spurinna, no pudo evitar burlarse de sus retorcidas predicciones y le espetó: “Sabio, ya han llegado los Idus y todavía no me ha sucedido nada malo”. El otro, con una media sonrisa, le respondió: “En efecto, pero aún no han pasado.”

Sin embargo, César prosiguió su camino con decisión, quizá retorciéndose entre nervios en su interior, y pronto llegó a las escaleras del Teatro de Pompeyo y pasó por debajo de sus puertas. El edificio lucía espléndido y los ladrillos lucían ambarinos bajo el pálido sol. Las puertas de bronce brillaban como dos soles que daban la bienvenida al primero de los Césares.

Allí le esperaban para saludarle los novecientos senadores con los que contaba el Senado romano, y el primero que se acercó fue Tulio Cimber, el encargado de dar comienzo a la afunción. Su función sería entregarle una petición, escrita por ellos, en la que le pedían que retirase las leyes que había enunciado y con las que les restaba poder al Senado. Era la excusa con la que los Senadores habían convocado aquella reunión, pero su verdadera función era cogerle de la toga para que no escapara. Y así lo hizo, tan fuerte, que César intentó zafarse en varias ocasiones, pero no pudo.

“Ista quiden vis est?”, exclamó el dictador (“¿Qué violencia es esta?”), y entonces uno de la familia de los Casca, que se acercó corriendo por la espalda, fue el primero en atreverse a herirle con su puñal. Para que no gritara y alertara a la guardia, no dudó en asestarle el golpe en la garganta, por donde empezó a desangrarse rápidamente. No obstante, César trató de defenderse, sacando él mismo su punzón y atravesándole el brazo a su atacante, pero rápidamente comprendió que cualquier esfuerzo sería inútil.

<<ἀδελφέ, βοήθει!>>, fueron las siguientes palabras que escuchó César, y que salieron de la boca del mismo Casca. En griego, significan “Socorro, hermanos”, y era el código que daba comienzo al alzamiento. En un instante, cuando miró alrededor suyo, las dagas ansiosas de su sangre estaban alzadas por todas partes. Detrás, las túnicas blancas de los Senadores que habían trabajado con él todo con codo y, por encima, sus caras henchidas de la alegría del triunfo. Entonces, se envolvió la cabeza en la toga, protegiéndose, y el acero, frío como el hielo, le atravesó veintitrés veces más, resistiendo valientemente todas las embestidas, sin proferir ni un solo grito.

Marco Antonio visiblemente afectado por la muerte de Julio César
Nunca supo qué manos fueron las que le asestaron las puñaladas, pero algunos escritores han referido lo contrario. Sí supo al menos una, la que le propinó Marco Junio Bruto, su propio hijo adoptivo, y que tuvo el valor de amonestarle, entre susurros, con la desesperación de la muerte cerniéndose sobre él: “Tú también, hijo mío…”

Una vez muerto, los alzados saltaron de alegría. Habían trazado este plan durante meses, el de asesinar a César y liberar así a Roma de su política populista, que durante los últimos meses se había tornado cada vez más y más corrupta y egoísta. La fecha programada había sido la de los Idus de marzo de ese mismo año y, quién lo iba a decir, se había cumplido. Ahora podían llamarse a sí mismos, con mucho más respeto, con el título que ellos mismos se habían impuesto: “Liberatores.”

Pero por mucha libertad que buscaran sus corazones, un asesinato no dejaba de ser un asesinato, y más el de la cabeza visible del estado. Sabían que muchos buscarían la caída de sus cabezas también por este magnicidio. Así, todos huyeron en un abrir y cerrar de ojos y César quedó durante mucho tiempo tendido en el suelo, frío y rígido, hasta que dos esclavos leales tuvieron el valor de montarlo en una litera y llevarlo a su casa.



Marco Antonio y Augusto, cada uno por su parte, iniciarían su cruzada personal por los asesinos.

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